Capítulo 3

 

El teléfono sonó nada más entrar Tallie por la puerta de su casa. Socrates quería saber cómo había ido todo y se lo preguntó en el tono más despreocupado del mundo. Como sabía que siempre era preferible hablar de manera voluntaria que someterse a las preguntas de su padre, Tallie le hizo un detallado relato de todo lo acontecido durante el día; le habló de los murales de las paredes, de los muebles y de la historia de la empresa… todo menos de lo que sabía que él quería oír.

—Bueno, parece que has tenido un buen día —dijo su padre cuando por fin dejó de hablar—. Pero no me has dicho nada de la gente. Las empresas las forman las personas, Thalia —insistió Socrates.

Tallie no esperó a que la presionara más para empezar a hablarle de todos los integrantes de la plantilla, y lo hizo dándole todos los datos de los que disponía sobre Rosie, Lucy, Paul, Dyson e incluso sobre las secretarias temporales.

—¿Y el hijo de Aeolus? —tuvo que preguntar al final—. Has conocido a Elias,

¿no?

—¿Elias? Sí, sí estaba —respondió ella con la misma despreocupación por la que había optado su padre.

No le dijo que estaba furioso porque Socrates y su padre hubieran hecho esa estúpida apuesta.

—Estupendo. Y, ¿ha sido amable contigo?

—Me ha dado muchos informes para leer —lo cual era verdad.

—Muy bien. Entonces… bueno, parece que te ha aceptado, ¿no?

—¿Como presidenta? —preguntó Tallie malévolamente—. Por lo visto no ha tenido otra opción.

—¡Eso no es cierto! —estalló Socrates.

—No, claro. ¿Entonces no es cierto que utilizaste a Theo para conseguir lo que querías? ¿No es cierto que le dijiste a Aeolus Antonides que le devolverías la casa que ha pertenecido a su familia durante siglos sólo si Elias continuaba como director general durante dos años?

Hubo un minuto de silencio durante el que seguramente su padre trató de reaccionar ante el inesperado ataque de su hija.

—Lo hice por ti, Thalia. Es la oportunidad que tanto tiempo llevabas pidiéndome.

—Como si ése fuera el verdadero motivo por el que lo hiciste.

Socrates protestó y resopló, pero no dijo ni una sola palabra.

—Deja de intentar controlar mi vida, papá —le pidió Tallie con calma—. Y deja de buscarme hombres.

—¡Yo no he hecho tal cosa! Me he limitado a proporcionarte un…

—Hombre soltero.

—¿Y qué importa que esté soltero? No puedo hacer que te cases con él,

¿verdad?

—Pero lo harías si pudieras.

Hubo otra pausa antes de que Socrates dijera:

—El matrimonio es algo maravilloso. Tu madre y yo…

—Estáis hechos el uno para el otro. Y yo me alegro enormemente de que os tengáis el uno al otro —le dijo ella con total sinceridad—. Si Brian no hubiera muerto, yo también tendría a alguien, pero…

—Él no querría que te quedaras sola para siempre.

—Lo sé, pero tampoco querría que me casara con cualquiera sólo por casarme.

—Por supuesto, pero…

—Déjalo, papá, por favor.

—Ya está dejado —prometió Socrates después de otra pausa.

—Ya veremos —murmuró ella—. Tengo que dejarte, papá. Tengo que leer todos esos informes que me dio Elias.

—Ah, ¿sí? —su tono de voz cambió de manera radical—. Muy bien. Me preocupa la intención de Antonides de diversificar el negocio.

Vaya, eso quería decir que al menos su padre no la había metido en Antonides Marine únicamente para empujarla hacia Elias; de verdad tenía interés en el negocio.

—He oído que están pensando en comprar otra empresa —dijo Socrates—.

Cuéntame. Quizá conozca a alguien de la otra empresa. ¿Cómo has dicho que se llamaba?

—No lo he dicho.

Hubo un silencio que Tallie no intentó rellenar con una respuesta más larga.

—Entonces dímelo ahora.

—No puedo.

—¿Cómo que no puedes? —Socrates estaba obviamente sorprendido.

—Los negocios son los negocios. Y, como tú mismo me enseñaste, lo que sucede en la oficina es confidencial.

—Sí. Sí, claro que es confidencial. Pero, Thalia, soy el propietario del cuarenta por ciento de la empresa.

—Aun así —respondió Tallie con firmeza—. Perteneces a la junta de accionistas, pero no estás implicado en el día a día.

—Pero…

—Ve a la próxima junta de accionistas, papá —le sugirió con más dulzura—.

Allí te contaremos todo lo que necesites saber.

No era para tanto, se decía Elias a sí mismo cada mañana. El nombre de Tallie Savas estaba ahora en la puerta del despacho del presidente de Antonides Marine, ¿y qué importaba? Eso no influía en absoluto en su modo de dirigir la empresa.

Aunque en realidad, sí que influía.

Eso no significaba que Paul y Dyson le dieran la razón en todo, pero ellos no veían las cosas del modo que las veía Tallie. Dyson era una persona muy teórica, mientras que Paul era eminentemente práctico. Y Tallie… bueno, Tallie era Tallie.

Ella veía las cosas desde una perspectiva completamente diferente. La perspectiva de una mujer, como ella misma había dicho como si no tuviera la menor relevancia. Pero sí la tenía.

Resultaba enervante, pero claro que cambiaba las cosas. Tallie hablaba de cosas a las que Elias no prestaba la menor atención, como cómo se debía equilibrar la vida personal con el trabajo. El problema era que Elias no estaba muy familiarizado con el concepto de equilibrio; cuando estaba en el trabajo, pensaba en el trabajo y, cuando no lo estaba, también pensaba en el trabajo.

—Así son los negocios —le había dicho él.

—Usted no tiene vida propia —había replicado ella.

Y se habían mirado mutuamente con furia.

Pero lo cierto era que, por primera vez en muchos años, Elias se encontró con que tenía que enfrentarse a una enorme distracción. Él siempre se había fijado en la belleza femenina y eso no le causaba ningún problema. Pero hasta ese momento, había podido elegir el momento y el lugar en el que hacerlo. Jamás había mezclado los negocios con el placer, y seguía intentando no hacerlo.

Pero no estaba siendo fácil.

Ahora, en el peor de los momentos, por ejemplo en una reunión, mientras intentaba concentrarse en las palabras de Paul o de Dyson, descubría que estaba mirando a Tallie completamente absorto en los mechones salvajes de su cabello que se empeñaban en escaparse de cualquier prendedor que se pusiera. Sin poder evitarlo, se encontraba imaginando el aspecto que tendría con la melena suelta y qué se sentiría sumergiendo los dedos en aquel cabello.

Y justo en ese momento, siempre había alguna pregunta que le hacía quedar en evidencia. Era como volver a estar en el instituto. Elias estaba furioso, pero prefería no cuestionarse si lo estaba con Tallie por estar allí o consigo mismo por no ser capaz de no prestarle atención, así que lo que hacía era desafiarla, hacerle preguntas rebuscadas y muy difíciles.

Una y otra vez, ella respondía con inteligencia y sensatez, lo que demostraba que, mientras que él estaba ensimismado, Tallie sí atendía a lo que se estaba hablando.

—Esa Tallie es un as —le dijo Dyson una tarde después de una reunión.

Elias se limitó a gruñir y, al salir de la sala de juntas, se encontró a la señora presidenta dejando otra de sus ya célebres bandejas de galletas. Ése era otro problema. Llevaba galletas todos los días y, si no eran galletas, eran pastelitos o tartaletas. Todo el mundo estaba encantado.

—En otras oficinas les basta con la máquina de café, aquí tenemos toda una confitería —dijo él en tono de queja.

—Nadie protesta excepto usted —respondió Tallie.

Lo cual era cierto, pero eso no quería decir que estuviese bien.

—Ya protestarán cuando vean cómo les sube el colesterol.

Después de aquel día, Tallie añadió una amplia variedad de aperitivos de verduras frescas para hacerlo callar.

—No hay presupuesto para tantas delicadezas —advirtió Elias esa vez.

—Todo esto corre de mi cuenta —se limitó a decir ella con una sonrisa en los labios.

Por supuesto, el resto de empleados recibieron su generosidad encantados.

Elias, que presumía de haber creado un ambiente muy agradable en la empresa, tuvo que admitir que no era nada comparado con lo que Tallie había conseguido con sus manjares. Nunca había habido tantas conversaciones en la oficina. Ya no se limitaban a hablar de los resultados del último partido, sino que intercambiaban ideas, expresaban sus sentimientos e incluso hablaban de negocios. Durante aquellas conversaciones, a veces surgían buenísimas ideas relacionadas con el trabajo.

—Tu padre es más listo de lo que pensábamos —Dyson no sabía la historia al completo, pero sí estaba al corriente de que el nombramiento de Tallie había sido idea de Aeolus.

—Pura suerte —farfulló Elias.

—Pues no seré yo el que me queje —dijo Dyson mientras observaba a Tallie charlando con Rosie—. Esa mujer le ha venido muy bien a este lugar. Y además es muy guapa.

—No deberías decir eso en la oficina —le reprendió Elias.

—A Tallie no le molestaría, sólo me diría que yo también soy guapo —aseguró con satisfacción.

—Lo cual demuestra el mal gusto que tiene para los hombres.

Dyson se echó a reír y después lo miró de soslayo.

—Llevas hecho un gruñón desde que llegó. ¿No estarás celoso?

—Ni mucho menos —respondió Elias, no sin cierta rabia—. Te recuerdo que no te pagamos para que digas tonterías. A trabajar.

Una vez se hubo marchado Dyson, Elias tuvo que admitir, al menos ante sí mismo, que tenía razón. Seguramente Tallie habría dicho que era guapo. Dyson y ella se pasaban el día bromeando y él había llegado a tal punto de confianza que dejaba que lo llamara por su nombre de pila, Rufus, cosa que no le permitía a nadie. Tallie se reía de sus bromas con la misma entrega con la que escuchaba a Lucy hablar de sus nietos o a Paul de sus planes de boda.

Dios, Elias ni siquiera sabía que Paul fuera a casarse.

Pero Tallie sí lo sabía, igual que sabía cómo había llamado Giulia a su bebé o quién era el peluquero de Cara.

—¿Por qué? ¿Estás pensando teñirte el pelo de rosa como ella? —le había preguntado Elias un día después de oír la conversación entre las dos mujeres.

—En realidad era para asegurarme de que quien fuera nunca se acercara a mi pelo —había respondido ella riéndose.

Pero ésa había sido la única vez que Tallie se había reído con él. Aparte de eso, con él era todo trabajo, trabajo y más trabajo. Y lo cierto era que no se podía decir que Tallie no trabajara con ahínco. Llegaba pronto a la oficina y se iba tarde.

Pero si no se podía decir nada en contra de su dedicación, desde luego sí había mucho que decir sobre su gusto para los hombres.

Después de haberla ayudado el primer día con la caja de documentos, Martin de Boer se había pasado por la oficina una mañana para ver si estaba libre para comer.

—No, no lo está —había respondido Elias rápidamente sin dar tiempo a que hablara la interesada.

Tallie lo había mirado, sorprendida.

—Tenemos una comida de trabajo.

—¿De verdad? No lo sabía —Tallie había mirado a Martin encogiéndose de hombros—. Parece que no puedo.

—¿Y qué te parece si te invito a cenar? —había contraatacado el periodista.

Elias había apretado los dientes y no se había dado cuenta de que Tallie lo miraba hasta varios segundos después.

—¿Qué? —había preguntado él.

—No sé, ¿tenemos algún compromiso laboral para la cena? —había preguntado Tallie con fingida inocencia.

—No.

—Estupendo, entonces estaré encantada de cenar contigo, Martin.

Elias se había dado media vuelta y se había alejado de ellos. Pero se había enterado de que habían salido juntos y de que el pomposo de Martin la había llevado a la ópera.

—¿A la ópera? —se había burlado Elias al día siguiente.

—Yo prefiero el jazz, pero fue una experiencia muy enriquecedora —había asegurado Tallie—. Martin sabe mucho sobre la ópera.

—No lo dudo.

Definitivamente, tenía un terrible gusto para los hombres. Pero a él no le importaba, en absoluto. No, no tenía el menor interés en Tallie Savas. Sólo trabajaba con ella porque no tenía otra opción, pero era únicamente eso, trabajo.

Pero por algún motivo, se le había colado en la cabeza y no podía dejar de pensar en ella. No había pensado tanto en una mujer desde la época en la que había estado locamente enamorado de Millicent. Sólo tenía que pensar en el desastre que había resultado aquello para olvidarse de Tallie.

El conocimiento era poder, ¿verdad?

Tallie sabía que su padre trataba de emparejarla con Elias Antonides y que esperaba que se enamorara de él, así que lo único que tenía que hacer era resistir.

Muy sencillo.

Todas las noches cuando llegaba a casa de la oficina, Tallie daba de comer al gato, se preparaba la cena y hacía los ejercicios de Pilates para relajar las tensiones.

Después se metía en la cocina, sacaba la harina, el azúcar y la mantequilla y realmente empezaba a relajarse porque así era como de verdad se quitaba el estrés de encima, preparando galletas y pasteles.

Lo cierto era que estaba muy estresada. O quizá era frustración.

¿Quién no lo habría estado teniendo que pasar día tras día mirando, pero sin tocar, a aquel magnífico espécimen del sexo masculino que era Elias Antonides?

Bueno, seguramente Paul y Dyson no lo estaban. Y el resto de las mujeres de la oficina tenían pareja, así que seguramente tampoco. Qué suerte tenían.

Pero desgraciadamente Tallie sí se fijaba en él, en el modo en que fruncía el ceño cuando estaba inmerso en sus pensamientos, en los hoyitos que se le formaban en las mejillas cuando sonreía. Tallie se sentaba en las reuniones y, cuando se suponía que estaba escuchando atentamente, lo que hacía era observar las manos de Elias, esos callos tan poco usuales en un hombre rico. Y, a pesar de que deseaba no hacerlo, no podía evitar fijarse en los músculos que se ocultaban bajo su camisa, unos músculos que desde luego no había conseguido sentado en su despacho. En realidad, había pocas cosas de Elias Antonides en las que no se hubiera fijado.

Pero lo más peligroso era el modo en el que él la desafiaba. Siempre la miraba como si deseara verla desaparecer y después le hacía alguna pregunta complicada o esperaba a que Paul terminara alguno de sus profundos análisis y entonces le decía.

«¿Qué opina, señorita Savas?»

Después de que la agarrara por sorpresa una vez y Tallie tuviera que inventarse algo basado en lo que había leído la noche anterior mientras notaba cómo se le ruborizaban las mejillas, había prometido no permitir que volviera a ocurrirle. Desde entonces se había convertido en una especie de juego; Tallie esperaba pacientemente a que Elias le hiciera alguna de sus preguntas para responderle con todo el ingenio y el conocimiento de los que disponía. De hecho, había llegado un punto en el que estaba deseando que él le preguntara algo para señalar algún detalle en el que quizá él no se hubiera fijado y así poder demostrarle que hacía bien su trabajo.

Aquel juego le disparaba la adrenalina, todo en Elias Antonides le disparaba la adrenalina y eso era algo que sólo Brian había conseguido. El teniente Brian O’Malley había sido el último hombre del que Tallie habría imaginado que acabaría enamorándose, pero su capacidad para desafiarla, para hacerla superarse a sí misma y para hacerla reír la habían vuelto loca. Brian la había ayudado a encontrar lo mejor de sí misma y, cuando su avión se había estrellado sólo siete meses antes de la boda, una parte de Tallie había muerto con él. Nunca nadie la había hecho sentirse tan viva como Brian.

Hasta ahora.

¡Pero Elias no era en absoluto como Brian!

Elias era guapo, mucho más guapo que su pelirrojo y pecoso teniente. Tenía una arrogancia que Brian había desconocido por completo. Además, Elias era el elegido de su padre, no el de ella. Y si se esforzaba tanto en provocarla y desafiarla, era porque estaba condenado a trabajar a su lado durante los siguientes dos años.

No era precisamente la situación ideal.

No le gustaba llegar a casa y seguir pensando en todo lo que Elias le había dicho a lo largo del día, ni que su presencia la distrajera del trabajo y le impidiera contestar mejor a sus sagaces preguntas. Pero las hormonas que llevaban dormidas desde la muerte de Brian parecían haber despertado para desconcertarla.

Lo que le resultaba más desconcertante era que ocurriera en el trabajo. Nada, ni siquiera Brian, la había hecho distraerse del trabajo. Claro que Brian nunca había estado en el mismo lugar en el que ella trabajaba. Elias sí lo estaba.

Había llegado a imaginar qué aspecto tendría sin aquellas camisas y aquellos pantalones impecables. ¡Se preguntaba qué aspecto tendría desnudo!

Así que hacía galletas todas las noches y a menudo salía con Martin. Aunque jamás tenía ese tipo de fantasías con Martin, a pesar de que era un tipo razonablemente guapo y tenía unos ojos muy bonitos. ¿Pero se lo imaginaba desnudo?

Nunca.

Martin tenía aspecto de necesitar una buena comida, pero nunca lo hacía; sólo comía alimentos macrobióticos porque, según él, era lo más sano, no como sus galletas. Sin embargo, seguía saliendo con ella. Tallie se había dado cuenta de que Martin era capaz de pontificar sobre cualquier tema, y de hecho lo hacía. Le encantaba hablar de su perspectiva del mundo y de cómo el mundo no alcanzaba jamás lo que él esperaba.

Tallie también corría peligro de no estar a la altura de sus expectativas porque la noche que la había llevado a la ópera, había estado a punto de quedarse dormida.

Se habría quedado en casa leyendo los documentos que Elias le había dado de

«deberes», pero había estado el día entero tratando de quitarse de la cabeza la imagen de Elias con el bebé de Giulia en los brazos.

Por supuesto, no había sido idea de Elias. Giulia había ido a enseñarles a su niño y Elias había salido de su despacho a protestar por el ambiente de relajación que se respiraba en la oficina y le había pedido a Trina que, en lugar de estar charlando, se fuera a terminar el trabajo que él le había dado hacía unas horas. En lugar de hacerle algún comentario sarcástico, Trina se había limitado a acercarse a él y dejarle el niño antes de marcharse a su mesa.

Tallie no habría sabido decir quién parecía más sorprendido, si Elias o el bebé.

Habría jurado que Elias no tardaría ni un segundo en devolver el pequeño a su madre, pero después de un momento de silencio, había cambiado de postura con torpeza y se había quedado mirando al bebé. Y había sonreído.

Elias, no el bebé.

Había sido increíble. Desde entonces, Tallie no había podido olvidar la ternura de su rostro. No había impaciencia, ni furia, ni ninguna de las cosas que ella provocaba en él.

Había sido entonces cuando se había dado cuenta de algo enormemente peligroso; Elias era atractivo no sólo físicamente. Desde que lo había visto con el bebé, le resultaba mucho más difícil olvidarse de la atracción que sentía hacia él.

También se había fijado en que, cuando hablaba por teléfono con sus hermanas o con su madre, siempre escuchaba pacientemente. En definitiva, aunque en los negocios era un hombre muy duro, Elias Antonides tenía un lado humano y tierno, sobre todo en lo relacionado con la familia.

Era como descubrir que al lobo feroz le gustaban las películas de amor.

Y eso le daba motivos para preocuparse aún más.

Su madre había dejado de buscarle pareja.

Aunque había llegado a acostumbrarse a sus continuos esfuerzos por encontrarle a la mujer perfecta, Elias se había sentido aliviado, al menos al principio.

Después se había dado cuenta del motivo por el que había cesado el acoso de Helena Antonides.

Su madre ya no tenía que buscarle una mujer porque ya lo había hecho su padre. El problema era que esa vez Elias no podía decir lo que decía siempre: «No, mamá. No me interesa». Porque si lo hacía, sabrían que lo habían conseguido.

Elias sabía perfectamente lo que tenía que hacer, tenía que encontrar una mujer él solo. No para casarse, sino para salir con ella, para divertirse un poco y calmar su lógica frustración sexual. Era lógico que estuviera frustrado porque hacía meses que no estaba con una mujer, así que era evidente que tenía que encontrar a alguien.

¡Alguien que no fuera la presidenta de Antonides Marine!

Así que el lunes, en lugar de irse a casa después de trabajar, se dirigió a un bar cercano, se sentó en la barra con una cerveza y observó a las mujeres del lugar. El ruido era insoportable y las mujeres con las que habló, completamente insulsas.

Ninguna de ellas tenía el cabello indomable. Así que se terminó la cerveza y se marchó.

El martes probó en otro lugar; un club en el que había un cuarteto de jazz tocando en directo. A Elias le gustaba el jazz, por lo que pensó que allí sería más fácil encontrar un espíritu afín. Trató de no pensar en la mujer con la que trabajaba, a la que le gustaba el jazz, pero se iba a la ópera con Martin de Boer.

Habló con una chica llamada Abigail que le contó mil historias sobre sus compañeras de piso y su insoportable madre mientras él se preguntaba si Tallie escucharía jazz cuando preparaba las galletas. Abigail le dio su número de teléfono, pero al marcharse, Elias se dio cuenta de que se lo había dejado sobre la barra. Y le dio igual.

El miércoles optó por ir al gimnasio. Allí conoció a Clarice, una francesa de Burdeos con la que estuvo jugando al squash. Jugaba bien y a Elias le resultó seductor, por lo que cuando ella lo invitó a ir a su apartamento después del gimnasio, no dudó en aceptar.

Y Dios sabía qué habría pasado en su apartamento si al salir del gimnasio no le hubiera llamado su madre para contarle que su hermana Martha había roto con su novio. Después de la larga conversación, Clarice le dio una excusa y se despidió de él diciéndole que podrían verse cualquier otro día.

Pero no fue el jueves porque Elias se pasó el día entero con Paul y Tallie en la fábrica de Corbett. Mientras él hacía pregunta tras pregunta y Paul estudiaba los informes de la empresa, Tallie se limitó a recorrer el lugar, hablando con los empleados y observándolo todo.

—¿Es la presidenta? —le preguntó Corbett con gesto de duda mientras la miraba durante más tiempo del que era necesario.

—Sí —respondió Elias tajantemente.

—No sé cómo puedes concentrarte en el trabajo —dijo Corbett con franqueza—.

Y guardar las distancias.

Aquél fue un comentario muy poco correcto que nadie debía hacer, pero también era lamentablemente acertado.

Tallie Savas era una tentación para él y cada día le resultaba más difícil alejarse de ella.